Ayer1 vi la película Greyhound, basada en la novela “The Good Sheperd” (El buen pastor) C. S. Forester, 1955, dirigida por Aaron Schneider y protagonizada por Tom Hanks.
Hacía mucho tiempo que no veía una película sobre la guerra, una de las muchísimas historias que se han escrito y filmado sobre el campo de batalla, ya sea en las trincheras, en el aire o, como en este caso, a bordo de un destructor. He visto muchas, desde la batalla de Midway hasta Salvando al soldado Ryan, que me viene a la memoria por el mismo protagonista Tom Hanks, pasando por Apocalyse Now.
No es un tema que, a estas alturas, me atraiga demasiado. No puede transmitirme ya mucho más que no sepa y, en estos tiempos oscuros a los que hemos retornado, solo puede contribuir a incrementar mi pesimismo. Pero quizás por eso, porque hacía mucho tiempo que no me exponía a la contemplación de la guerra, quizás por la necesidad de conjurar esa oscuridad que veo aproximarse de manera opresiva, como el invierno de juego de tronos, o quizás porque la oferta de Apple TV, a la que me he suscrito un mes casi por obligación, no da para más, el caso es que opté por verla ayer. No suelo comentar sobre películas, huyo del reseñismo y esto no pretende ser una reseña. Quiero utilizar Greyhound solo como excusa para una reflexión
No es una gran película, dudo que quede para la historia. Es una larga escena de tensión in crescendo que acaba resultando un poco pesada. Pero a diferencia de lo que suele ser el cine actual, con guiones plagados de tópicos y concesiones a menudo ridículas a la trama y a los personajes que resultan caricaturas, es una película correcta. Sin alaracas, con unos personajes bastante normales y, con la simple repetición, de tres o cuatro sucesos que inevitablemente deben formar parte de la rutina a bordo de un destructor en plena batalla, construye una historia que, precisamente por ello, resulta creíble. Tom Hanks, como suele ocurrir, debo reconocerlo, me parece un actor sólido que aporta credibilidad. Gracias a esta aproximación comedida, creo que la película consigue transmitir lo que para mí sería el tema central o, al menos, al que me aferro para esta reflexión, la vida de unos personajes condenados a una heroicidad invisible.
La película concluye, como suele ocurrir en este tipo de película que muestra un momento muy puntual de un momento histórico sobre el que se quiere llamar nuestra atención, con una larga enumeración de las muchas personas que dieron su vida a bordo de un barco en la batalla del Mar del Norte durante la II guerra mundial. La muerte de tres personas a bordo, una de ellas el discreto cocinero que lleva toda la película sirviendo cafés al capitán Tom Hanks durante su largo desvelo, y el momento en el que sus cadáveres son arrojados al mar porque en el barco no hay sitio para acumular cadáveres, es el clímax cargado de sentimiento trágico. Un clímax minimalista. Son solo tres caídos en la batalla, a los que toda la tripulación rinde un homenaje minimalista. Una oración, tres cuerpos cubiertos por una sábana bajo la bandera de los Estados Unidos, tres salvas, tres zambullidas.
Ese momento de la sepultura marina, que es uno de los más tópicos de la historia, recoge sin embargo un aspecto que debo admitir como fundamental en la historia. El responso que lee Tom Hanks con una biblia en la mano es la hermana menor de la madre de los tópicos:
We therefore commit the earthly remains of Anthony Pisani, Daniel Marx, and George Cleveland to the deep, looking for the general Resurrection in their last day and the life of the world to come, through our Lord Jesus Christ, at whose second coming in glorious majesty to judge the world the sea shall give up her dead, and corruptible bodies of those who sleep in him shall be changed and made like unto his glorious body according to the mighty working whereby he is able to subdue all things unto himself. Amen.
¡Jesucristo! ¿Es por esto por lo que todas esas personas están encerradas en el diminuto espacio de un barco, navegando sobre aguas heladas, rodeados por una jauría de submarinos, recibiendo mensajes y realizando cálculos a toda velocidad para intentar posicionarse sobre los submarinos y lanzar las cargas de profundidad, esquivando torpedos, sin tiempo para comer, ni dormir? ¿Cuál es la verdadera razón?
Por mucho que esas palabras, tan emotivas como carentes de toda razón, esperando la resurrección en el último día, consigan que todos los presentes, tanto los personajes que protagonizan la escena, como los espectadores, nos sintamos conmovidos, la escena misma es una oda a la irracionalidad del momento y de todos los sucesos que narra la historia.
Los personajes no están allí porque crean en nada. La mayoría son jóvenes reclutados por el ejército que se han embarcado en una guerra sin ninguna razón más que servir a su país porque no tienen otro remedio, o ganarse el sustento. Pero ¿qué es su país? ¿Quién es su país? ¿Y quién es el enemigo? ¿Acaso han visto a esos alemanes ocultos en los submarinos, cuya sangre aflora junto con la grasa y los restos del submarino y tiñe la superficie del mar cuando las cargas de profundidad del destructor alcanzan su objetivo? ¿Acaso conocen a esos alemanes malvados que, en realidad, son solo jóvenes como ellos reclutados por su país para una guerra que ellos tampoco han planificado y que, con toda probabilidad, no entienden?
Qué gran absurdo es la guerra y qué terrorífica la historia de los soldados que van al campo de batalla a entregar la vida por su país. Por alguna razón que ninguno de ellos conoce y mucho menos podría explicar, su país está en guerra con otro país. La guerra no es más que la persecución deliberada y ordenada de la destrucción de los otros. Personas y sus posesiones, sus casas, sus ciudades, sus fábricas, sus barcos, sus alimentos, todo lo que haga falta hasta la rendición o la aniquilación. La decisión de la guerra contra otros fue tomada o sobrevino a consecuencia de las decisiones de ciertas personas que, conducidas por su ambición o su incapacidad, condenan a decenas de miles, cientos de miles o millones de personas a la desgracia. Tanto las personas de su país como las del otro. La inmensa mayoría de esas personas lo único que querrían es vivir tranquilos y jamás optarían por la guerra. Pero la guerra es como un gran ciclón o un enorme sumidero. Una vez que se desencadena es incontrolable y nos arrastra. En la guerra hay que odiar al enemigo, desear su muerte, su aniquilación, por lo menos hasta que se rinda.
Muchos caerán en la batalla y entonces serán héroes. Pero a diferencia de los héroes con nombre y apellidos, nadie los conocerá en realidad, formarán parte de un número abultado que alguien detallará en los libros de historia, o se mostrará justo antes de que aparezcan los créditos de la película en la que se describe por medio de una anécdota su suerte. Setenta mil caídos en la batalla del mar de norte. Setenta mil jóvenes que dieron su vida dentro de una lata de acero, acribillándose a cañonazos contra otras latas de acero que estaban allí, intentando cruzar las líneas enemigas o impedir que otros las crucen, transportando algo que necesitan personas en alguna otra parte, o simplemente formando parte de la lata cuyo objetivo es acribillar latas de acero enemigas. Jóvenes a los que una vez caídos, si con suerte no van directamente al fondo del mar envueltos en hierros retorcidos, si sus cadáveres permanecen descuartizados a bordo o han conseguido ser rescatados de las aguas, alguien leerá unas palabras en las que se mencionará a dios, al todopoderoso y a la vida eterna que llegará al final de los tiempos, justo antes de que sus cuerpos destrozados pero ahora envueltos en una sábana sean arrojados de nuevo al océano para solaz de los peces carnívoros.

El capitán del destructor al que da vida Tom Hanks ya no es un joven. Para llegar a capitán hace falta experiencia. En la cara en gran medida inexpresiva del capitán, sus acciones ejecutadas con precisión, se nos muestra un personaje que está en un nivel de abstracción narrativa superior al de los jóvenes enviados a la lata por su país. Aunque es su primera misión, el capitán sabe a lo que se enfrenta. Necesita actuar concentrado en lo que tiene justo delante de las narices, el barco, los torpedos, la tripulación, el sándwich que le ofrece el amable cocinero que en breve será descuartizado, y del que ni siquiera sabe cómo se llama. Tom Hanks nos ilustra al burócrata convertido en un robot sin sentimientos que se limita a ejecutar con absoluta precisión y foco, porque es evidente que si hiciera algo más que eso, si ampliase el contexto y se esforzase en conocer el nombre del cocinero, entonces se asomaría al vacío de la irracionalidad y el sinsentido que tiene su misión. Si está allí es porque ha aceptado su particular pacto con el diablo, y hace lo que tiene que hacer.
Al principio de la película se nos muestra en una breve escena el encuentro del capitán con una mujer antes de partir en su nueva misión. Es otra de las escenas más tópicas de toda la película, junto con la del responso, y a diferencia de esta completamente prescindible. Pero es la forma escogida por el director para decirnos que el capitán es humano, que ama o amaría a alguien que tiene presente durante esa asfixiante misión como capitán del destructor, que quizás no estaría allí si hubiera encontrado la manera de evitarlo, o que está allí a pesar de que desearía no estar allí. La imagen de la mujer aparece como un flashback en dos o tres ocasiones, para sugerirnos que el capitán debe apartarla de su mente para concentrarse en la burocracia robótica de su actuación a bordo del destructor, en destruir sin ser destruido.
En realidad, casi cualquier situación, acción, aventura, historia de nuestras vidas, analizada en sus detalles con una lupa de aumentos, desde la distancia de una contemplación racional, es muy probablemente absurda. Es evidente que no sabemos qué sentido tienen nuestras vidas, que sospechamos que posiblemente no tengan ninguno, y que apartamos de nosotros semejante sospecha. Da igual si estamos a bordo de una lata de guerra, o si vivimos la más feliz de las vidas que podamos imaginar. Ambas pueden ser igualmente carentes de un sentido último. Pero es también evidente que, si adoptamos una postura más pragmática, pegada a la realidad que todos vivimos o podemos vivir, existe una enorme diferencia entre situaciones, acciones e historias en las que tomamos decisiones con información suficiente, en un contexto de (quizá aparente) libertad.
¿Qué hacemos metidos dentro de una lata de sardinas disparando contra otras latas de sardinas?
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- Ayer fue algún día a principios de 2022, cuando fue escrito este post. Ayer es también cliché del reseñismo oportunista en este blog ↩︎
