El Príncipe Carnot

Blas M. Vinagre

I

Reconozco que soy intelectualmente temerario, que a veces me comprometo de forma osada en actividades que pueden superar y superan mis capacidades de tiempo y cualificación —lo que, paradójicamente, no pocas veces redunda en beneficio de mi tiempo y, quiero creer, de mi cualificación—. La última vez que esto ocurrió fue cuando propuse celebrar un seminario sobre algunos casos de obras de reconocida calidad literaria escritas por personas con formación en ciencias (incluyendo las matemáticas), ingeniería o medicina, o cuyo tema fuera, en parte o en todo, científico.

Como calentamiento había decidido releer Eureka. Ensayo sobre el universo material y espiritual, el texto de cosmología total de Edgar Allan Poe que él mismo calificó de poema en prosa, y cuyo origen fue una conferencia sobre el universo que, a principios de 1848 —el 3 de febrero, día de San Blas—, el autor había impartido en la Society Library de Nueva York.

Informado por sus poemas, relatos y escritos críticos, y sabiéndolo antiguo alumno de West Point donde había estudiado física, matemáticas e ingeniería, todo el mundo tenía noticias de la insaciable curiosidad intelectual del conferenciante y de su interés por los últimos avances de la ciencia, así que en esos tiempos todavía de Goethe y de Humboldt a la audiencia no le pareció que Poe estuviera cometiendo una temeridad. Su atrevimiento no había sido hablar sobre el universo o escribir una cosmología como habían hecho muchos siglos atrás Hesíodo y Lucrecio, ni siquiera considerar el texto como el cénit de su carrera. Su atrevimiento, su ingenuidad si queremos tener en cuenta su biografía y lo poco que lo separaba de la locura y de la muerte, fue haber creído que su escrito revolucionaría «a su tiempo el mundo de la ciencia física y metafísica.» Al parecer lo dijo con calma, pero lo dijo.

II

En el prólogo que figura en mi edición de Alianza, Julio Cortázar afirma que «las mejores páginas que se han escrito sobre este libro siguen siendo las de Paul Valéry», y como en ningún momento pongo en duda las palabras de Julio, busqué Au sujet d’Euréka y lo encontré traducido entre los Estudios filosóficos. Al comenzar la segunda sección del texto, Valéry, cuyo interés por las matemáticas es bien conocido y que, como su estudiado Descartes, tuvo su noche transfigurada con poco más de veinte años —¡ah, estos franceses!—, escribe:

Mis estudios, con mis opacos y tristes maestros, me habían llevado a creer que la ciencia no es amor; que sus frutos son tal vez útiles, pero su follaje muy espinoso, su corteza sumamente áspera.

[…]

Las Letras, por su parte, me habían escandalizado a menudo por su ausencia de rigor, y de consecuencia, y de necesidad en las ideas. Su objeto es frecuentemente mínimo. Nuestra poesía ignora, o incluso teme, toda la épica y la patética del intelecto.

Sospechando que el fraseo de la traducción fuera algo más confuso que el original, seguí adelante con la lectura hasta encontrarme, en el párrafo siguiente, con «el príncipe Carnot».

¿Quién sería este príncipe Carnot?

Mi generosidad quería conceder pertinencia a esta pregunta, pero mi cabeza decía que ese caballero era inexistente, pues en un contexto en el que se habla de física, de la ley de la gravedad y de la energía, sólo un Carnot encaja: Nicolas Léonard Sadi Carnot, ingeniero y físico francés considerado uno de los padres de la termodinámica, cuya obra maestra, que lleva el bello título de Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego, contiene las bases del segundo principio de la termodinámica, uno de esos postulados que, como los teoremas de incompletitud de Kurt Gödel, moderan nuestras ansias de infinito: la cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse con el tiempo, los fenómenos reales son irreversibles.

¡Así que el principio había transmutado en príncipe! Haciendo pasar el error grueso por una errata, quise dar otra oportunidad al texto traducido, pero un par de páginas más adelante me encontré, a pocos renglones de Einstein, con una «voluntad generalizada de relatividad» con la que ya no pude. A partir de aquí hice mías las palabras que Voltaire dedica a Descartes en El filósofo ignorante: «debo desconfiar de todo lo que me dice […] después de haberme engañado tanto.» Realmente las letras «me habían escandalizado […] por su ausencia de rigor».

III

Es cierto que estos tiempos nuestros son de especialistas ignorantes, que, como escribió Nietzsche, «debido a la natural compartimentación de los ámbitos de trabajo, las ciencias apenas pueden evitar la barbarie en el individuo». Admitamos que no podemos ser un Goethe, ni siquiera un Humboldt o un Poe, y que si hiciéramos el experimento de C. P. Snow al preguntar entre universitarios no humanistas quién ha leído a Shakespeare la respuesta sería tan descorazonadora como la que obtendríamos al preguntar entre humanistas quién conoce el segundo principio de la termodinámica. También que cuando pretendemos relacionar estos dos ámbitos de conocimiento por medio de la analogía o la metáfora corremos el riesgo de decir tonterías: como escribió Valéry en Tel quel, «En toute chose inutile, il faut être divin. Ou ne point s’en mêler».

Eureka es un texto «inútil», mas Poe, si no fue divino aun adoptando el punto de vista de la divinidad, al menos fue sublime en su arriesgada empresa. Disculpo, pues, a Poe: los tiempos eran otros, se encaminaba a la locura, nos dejó obras extraordinarias y, lo que aquí me importa más, Eureka es un poema en prosa de belleza incontestable que aún hoy, a despecho de sus errores científicos y sus obsolescencias, mantiene la capacidad de estimular nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia. Él conocía el lenguaje que empleaba cuando empleaba el de la ciencia de su tiempo.

No puedo disculpar la ignorancia atrevida de traducir de un lenguaje que se desconoce sin informarse y sin informar adecuadamente al lector. ¡No puedo disculpar a quienes crearon al Príncipe Carnot!

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Vinagre, Blas M. ‘El Príncipe Carnot’. Adyacente posible (blog), 10 de agosto 2025. https://adyacenteposible.com/2025/08/10/el-principe-carnot/

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