Hace 17 años escribí el primer borrador de lo que tres años después publiqué como una de las primeras entradas en mi blog Mind The Post. No tenía mayores pretensiones. Con el estilo directo y desenfadado y la ironía que se convertirían en norma en mi deliberado cuaderno de notas a’la Valery, no hacía más que anotar una reflexión que me suscitaba uno de los desarrollos tecnológicos más populares del momento. Las redes sociales, y en concreto la recién aparecida Twitter, comenzaban a adoptarse por un público cada vez más mayoritario, acompañadas por un intenso debate, con ramificaciones que en aquel momento era muy difícil anticipar sobre sus consecuencias. La tecnología nos abre la puerta a nuevas, a menudo desconocidas, posibilidades y, al mismo tiempo, nos interroga sobre la condición humana. Esto era lo que intentaba capturar esa nota y la razón por la que vuelvo ahora sobre ella.
El ser humano aspira a la inmortalidad como muestra de manera consistente el rastro arqueológico desde tiempos remotos y, desde hace 5000 años, la escritura. El camino hacia la inmortalidad es desconocido y la historia nos muestra igualmente que las dos vías principales que han sido exploradas de manera consistente son la fe y la fama. El desarrollo científico y tecnológico y la idea de progreso nos han conducido al momento presente en el que algunos defienden (aparentemente convencidos) que la tecnología nos permitirá alcanzar la inmortalidad en un tiempo no demasiado lejano, que es algo que está ya al alcance de la mano. Aunque, por el momento, esa creencia pertenece a la primera de las dos vías: la fe. ¿Nos abría la sociedad de la información y las redes sociales una nueva ruta para esa épica búsqueda de la inmortalidad?
De manera no demasiado sorprendente (como argumento a continuación), mi breve post recoge con extraordinaria sencillez y frivolidad algunos de los argumentos que exploran en detalle autores y obras que yo entonces no conocía. En aquel momento yo no tenía ni la menor idea de quién había sido Ernest Becker, ni conocía su obra The Denial of Death (1973)1. Las cinco etapas del duelo seguramente estaban ya en mi radar, pero no hubiera sido capaz de ubicarlas en la obra de Elisabeth Kubler-Ross On Death and Dying (1969)2. No conocía los trabajos de Sheldon Solomon, Jeff Greenberg, and Tom Pyszczynski, y de hecho su obra The Worm at the Core: On the Role of Death in Life (2015)3 todavía no había sido publicada.

La coincidencia limpia del planteamiento de mi post con la detallada exposición del trabajo de años de investigación es muestra de algo que, para mí, a estas alturas, resulta más que evidente: que ciertas ideas aparecen una y otra vez de manera recurrente en la mente humana, porque son, valga la redundancia, «evidentes». Pero es también y sobre todo una muestra indirecta de algo no tan evidente: la oscuridad que se cierne sobre algunas de estas ideas que permanecen bajo el yugo censor del más terrible de todos los gobiernos: la cultura y las normas sociales.
Y es sobre otra de estas ideas, relacionada con la inmortalidad, o más bien su negación, el lado oscuro, y seguramente tan evidente como sometida al calabozo de la cultura, en la que deseo detenerme a continuación: el terror que produce la muerte en los seres humanos y sus desastrosas consecuencias4.
La evolución del cerebro humano condujo a dos capacidades intelectuales humanas particularmente importantes: un alto grado de autoconciencia y la capacidad de pensar en términos de pasado, presente y futuro.
Por un lado, compartimos el intenso deseo de una existencia continuada, común a todos los seres vivos; por otro, somos lo suficientemente inteligentes como para reconocer la inutilidad última de esta búsqueda fundamental. Pagamos un alto precio por nuestra presciencia.
El terror es la respuesta natural y generalmente adaptativa a la amenaza inminente de muerte. Todos los mamíferos, incluidos los humanos, experimentan terror.
Y aquí está la parte realmente trágica de nuestra condición: sólo nosotros, los humanos, debido a nuestro neocórtex agrandado y sofisticado, podemos experimentar este terror en ausencia de un peligro inminente.
Solomon, Greenberg y Pyszczynski acuñaron el término teoría de gestión del terror (Terror Management Theory): del terror que inspira la muerte, por supuesto. En el prólogo de su obra describen cómo el terror de la muerte se les presentó de manera evidente cuando intentaban comunicar sus ideas ante una audiencia o ante los editores de una revista académica. Nadie quiere oír hablar de la muerte.
Al contemplar la realidad en la que vivimos inmersos en estos últimos tiempos, seguramente no muy diferentes de muchos otros momentos a lo largo de la historia, me planteo una vieja pregunta y tengo la terrible sensación de que podría conocer la respuesta y de que podría no ser el único que la conoce.
En estos años hemos atravesado por una pandemia que nos mantuvo encerrados meses (en algunos países más de un año), una crisis de gobernanza global, un declive de las democracias, un recrudecimiento de las tensiones geopolíticas y del conflicto bélico, y otra auténtica pandemia cultural: el populismo que ha llevado a la presidencia del país más rico del mundo a un bocazas que se regodea en el postureo y propugna el caos. Nos enfrentamos a la incertidumbre de lo que sospechamos que podría estar por llegar y resulta aterrador. Y es al contemplar esta realidad cuando, repito, surge de manera inevitable la pregunta de por qué.
Por qué el ser humano actúa de la manera que lo hace, por qué no conseguimos superar nuestras atávicas rémoras, por qué somos incapaces o nos cuesta tanto aprovechar nuestro potencial y caemos una y otra vez en los mismos… ¿errores? ¿O sería mejor denominarlos terroríficas prácticas y costumbres? La guerra, el odio, la contienda traicionera, inhabilitadores todos ellos de la confianza, el pilar fundamental de la única y principal ventaja competitiva del ser humano: la inteligencia colectiva y la colaboración que es, por ende, la única manera de superar nuestras más evidentes limitaciones existenciales: nuestra limitada capacidad individual y nuestra limitada vida.
Resulta tentador y puede resultar convincente (en todo caso conveniente) argumentar que la razón es la complejidad creciente del sistema socio tecno económico en el que nos desenvolvemos (y hago notar que por complejidad debemos entender inmanejabilidad intelectual), las dinámicas de juego y estrategia, los sesgos psicológicos y cognitivos a los que nos ha condenado la evolución. Pero toda esta complejidad no puede ocultar o minimizar el hecho de que en realidad hay algo terriblemente simple en nuestro interior que nos condena a la perdición, y aunque me cuesta hacerlo, tengo que admitir que todo apunta a que no es más que otra de esas ideas recurrentes que lógicamente han captado a lo largo de los siglos las metáforas y las imágenes de la religión.
Me voy a quedar con la metáfora que William James propone para describirla en The Varieties of Religious Experience (1902)5 que Ernest Becker cita en su obra y que Solomon, Greenberg y Pyszczynski incorporan al título de la suya: el gusano instalado en el sótano de nuestra consciencia (terrible traducción a la que me veo forzado por nuestro también limitado lenguaje). ¿Qué tiene que ver este gusano con la esencia de la naturaleza humana y, por consiguiente, con el comportamiento emergente que observamos en las personas, en sus decisiones y actos, y en la dinámica social?
En La negación de la muerte (The Denial of Death), Becker concluye que la actividad humana se ve condicionada en gran medida por los esfuerzos inconscientes por negar y trascender la muerte67.
Construimos el carácter y la cultura para protegernos de la devastadora conciencia de nuestra impotencia subyacente y del terror de nuestra muerte inevitable.
El miedo a la muerte es algo que la sociedad crea y al mismo tiempo utiliza contra la persona para mantenerla sometida; el psiquiatra Moloney hablaba de ello como un “mecanismo cultural”, y Marcuse como una “ideología”.
La idea de la muerte, el miedo a morir, persigue al ser humano como ninguna otra; es un motor de la actividad humana, diseñada en gran medida para evitar la fatalidad del destino, para superarla por medio de su negación.
El impulso de trascender a la muerte está detrás de la creación de los sistemas de símbolos culturales estandarizados y de manera muy especial del mito del héroe8.
El problema del heroísmo es el central en la vida humana, el que penetra con mayor profundidad en la naturaleza humana, basado en el narcisismo del organismo y en la necesidad de autoestima como condición de la vida. La sociedad misma es un sistema codificado de héroes (…) un mito viviente del significado de la vida humana, una desafiante creación de significado.
La inmortalidad es uno de los proyectos de heroísmo codificado con el que las personas gestionan la ansiedad que produce la muerte. Otros menos heroicos son las drogas, el alcohol y el entretenimiento, o como describe igualmente William James, el refugio de la trivialidad. Los «sistemas heroicos» tradicionales de la humanidad, como la religión (la fe) ya no resultan convincentes en la era de la razón y la ciencia intenta ocupar su lugar como proyecto de inmortalidad.
Ernest Becker murió el 6 de marzo de 1974, a la edad de cuarenta y nueve años. Describió este su último libro publicado (premio Pulitzer 1975) como su «primera obra de madurez». En su lecho de muerte, Becker explicó como su trabajo en la vida había consistido en aceptar la calavera sonriente que lo contemplaba910.
Realmente no había manera de superar el verdadero dilema de la existencia, el del animal mortal que al mismo tiempo es consciente de su mortalidad.
La verdadera tragedia, como escribió André Malraux en La condición humana: que se necesitan sesenta años de increíble sufrimiento y esfuerzo para crear un individuo así, y luego solo sirve para morir.
Ernest se reencontraba con Sócrates que definió la tarea de la filosofía como “aprender a morir”, con Hegel para el que la historia es un registro de “lo que el hombre hace con la muerte”, y con tantos otros que, grandes o pequeños filósofos, famosos o completos desconocidos, somos incapaces de apartar la vista de esta idea que William James describe como el gusano que corrompe nuestra experiencia y nuestras expectativas11.
En resumen, la vida y su negación están inextricablemente unidas. Pero si la vida es buena, su negación debe ser mala. Sin embargo, ambas son hechos igualmente esenciales de la existencia; y toda felicidad natural parece, por lo tanto, contaminada por una contradicción. El aliento del sepulcro la rodea.
Para una mente consciente sobre esta cuestión y con razón sujeta al frío destructor de la alegría que su contemplación engendra, el único alivio que una mente sana puede ofrecer es algo como: «¡Tonterías, sal al aire libre!» o «¡Anímate, viejo, pronto estarás bien si tan solo dejas atrás tu morbosidad!». Pero, hablando en serio, ¿cómo puede una palabrería tan descarada como esa considerarse una respuesta racional?
Nuestros problemas son, en efecto, demasiado profundos para ESE remedio. El hecho de que podemos morir, de que podemos estar enfermos, es lo que nos desconcierta; el hecho de que ahora, por un instante, vivamos y estemos bien es irrelevante para esa perplejidad. Necesitamos una vida que no esté correlacionada con la muerte, una salud que no esté expuesta a la enfermedad, un bien que no perezca, un bien que, de hecho, trascienda los bienes de la naturaleza.
Y así nos ocurre a la mayoría de nosotros: un pequeño enfriamiento de la excitabilidad y el instinto, una pequeña pérdida de la fortaleza animal, un poco de debilidad irritable y descenso del umbral del dolor, traerán a la luz al gusano que se encuentra en el centro de todas nuestras fuentes habituales de deleite y nos convertirá en metafísicos melancólicos.
Fue durante una interesante conversación sobre este desagradable gusano que nos negamos a ver, mirando para otro lado y enturbiando nuestra consciencia con palabrería jamesiana, y que por su enorme tamaño sería más propio describir como un gran elefante sentado en mitad de la habitación, cuando comprendí que me era imposible seguir apartando de mí ese cáliz. Tenía que poner por escrito lo que veía, ir directo al grano, al centro del prejuicio, hacerlo mucho más explícito y unirme así al club de los que se niegan a no ver.
Lo primero que tenía que hacer era coger al gusano por los cuernos y arrojarlo por la ventana. La idea es tan sencilla que fue complicado darle forma.
Sólo hay una libertad: aceptar la muerte. Después de esto, todo es posible. (Camus)
Quien ha aprendido a morir ha desaprendido la esclavitud; está por encima de todo poder exterior o, en todo caso, más allá de él. (Séneca)

Valhalla: Por qué esperar (2024)12 aborda la idea de manera directa y en ella quedan recogidas todas las personas e ideas mencionados en este post y otros muchos a los que rindo tributo de manera explícita. Valhalla muestra también cómo, efectivamente, la tecnología ya disponible podría ayudarnos a apartar al gusano, a dar un pequeño paso que, sin la menor duda, supondría un enorme salto cultural para la humanidad y la especie humana.
Porque como Becker destaca también en su obra póstuma Escape from Evil (1975)13, gran parte del mal en el mundo es consecuencia de esta necesidad de negar la muerte. El conflicto entre proyectos de inmortalidad contradictorios (particularmente en la religión) es una fuente importante de violencia y miseria en el mundo, como las guerras, el genocidio, el racismo, el nacionalismo, etc., ya que los proyectos de inmortalidad que se contradicen entre sí amenazan las creencias fundamentales y la sensación de seguridad14.
En La negación de la muerte, argumenté que el miedo innato y omnipresente del hombre a la muerte lo impulsa a intentar trascenderla mediante sistemas y símbolos heroicos culturalmente estandarizados. En este libro, intento demostrar que el impulso natural e inevitable del hombre a negar la mortalidad y alcanzar una autoimagen heroica son las causas fundamentales de la maldad humana.
El gusano, la calavera nos contemplan sonrientes. No podemos demostrar lo que sospechamos. Ernest mantiene una actitud prudente y humilde frente a sus reflexiones. Explora e intenta conjugar las ideas de quienes le precedieron en la observación y la reflexión, admitiendo que es imposible abarcar. Frente a esta última conjetura sobre la razón del mal, se excusa en el prólogo de la obra15:
no hace falta decir que este es un gran proyecto para una sola mente (…) Como en la mayoría de mis otros trabajos, he ido mucho más allá de mi competencia y probablemente me he ganado para siempre una reputación por mis gestos extravagantes.
Yo solo puedo alinearme con él, sumarme a su exploración y su conjetura, y aceptar con idéntica humildad las consecuencias reputacionales16.
Y de esta manera puedo abandonar ya del lado oscuro, iluminado ahora con la vela de mi ingenuidad, para regresar a la luz aceptada por la sociedad y volver a contemplar de nuevo la inmortalidad con la que comenzaba este post.
Ahora ya solo me quedaría pendiente describir con idéntica simplicidad la forma de inmortalidad que considero más asequible y que por supuesto también ha sido descrita por algunas mentes brillantes a lo largo de la historia, pero que permanece sometida por las ideas dominantes en la celda de la incomprensión. ¿Llegaré a tiempo, o me atrapará antes el maldito gusano?
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- Becker, Ernest. The Denial of Death. Free Press, 1973. ↩︎
- Kübler-Ross, Elisabeth. On Death and Dying. New York, 1969. ↩︎
- Solomon, Sheldon, Jeff Greenberg, and Tom Pyszczynski. The Worm at the Core: On the Role of Death in Life. New York, 2015. ↩︎
- The evolution of the human brain led to two particularly important human intellectual capacities: a high degree of self-awareness, and the capacity to think in terms of past, present, and future (…)
On one hand, we share the intense desire for continued existence common to all living things; on the other, we are smart enough to recognize the ultimate futility of this fundamental quest. We pay a heavy price for being self-conscious (…)
Terror is the natural and generally adaptive response to the imminent threat of death. All mammals, including humans, experience terror (…)
And here’s the really tragic part of our condition: only we humans, due to our enlarged and sophisticated neocortex, can experience this terror in the absence of looming danger. (Op, cit, 3) ↩︎ - James, William. The Varieties of Religious Experience. Longmans, Green & Co, 1902. ↩︎
- We build character and culture in order to shield ourselves from the devastating awareness of our underlying helplessness and the terror of our inevitable death. (Op. cit, 1) ↩︎
- fear of death is something that society creates and at the same time uses against the person to keep him in submission; the psychiatrist Moloney talked about it as a “culture mechanism,» and Marcuse as an «ideology.» (Op. cit, 1) ↩︎
- the problem of heroics is the central one of human life, that it goes deeper into human nature than anything else because it is based on organismic narcissism and on the child’s need for self-esteem as the condition for his life. Society itself is a codified hero system, which means that society everywhere is a living myth of the significance of human life, a defiant creation of meaning. (Op. cit, 1) ↩︎
- there really was no way to overcome the real dilemma of existence, the one of the mortal animal who at the same time is conscious of his mortality. (Op. cit, 1) ↩︎
- the real tragedy, as Andre Malraux wrote in The Human Condition: that it takes sixty years of incredible suffering and effort to make such an indlyiduairand then he is good only
for dying. (Op. cit, 1) ↩︎ - In short, life and its negation are beaten up inextricably together. But if the life be good, the negation of it must be bad. Yet the two are equally essential facts of existence; and all natural happiness thus seems infected with a contradiction. The breath of the sepulchre surrounds it.
To a mind attentive to this state of things and rightly subject to the joydestroying chill which such a contemplation engenders, the only relief that healthy-mindedness can give is by saying: “Stuff and nonsense, get out into the open air!” or “Cheer up, old fellow, you’ll be all right erelong, if you will only drop your morbidness!” But in all seriousness, can such bald animal talk as that be treated as a rational answer? (…) Our troubles lie indeed too deep for THAT cure. The fact that we CAN die, that we CAN be ill at all, is what perplexes us; the fact that we now for a moment live and are well is irrelevant to that perplexity. We need a life not correlated with death, a health not liable to illness, a kind of good that will not perish, a good in fact that flies beyond the Goods of nature.
(…)
And so with most of us: a little cooling down of animal excitability and instinct, a little loss of animal toughness, a little irritable weakness and descent of the pain-threshold, will bring the worm at the core of all our usual springs of delight into full view, and turn us into melancholy metaphysicians. (Op. cit, 5) ↩︎ - Nolei, L. M. Valhalla: Por qué esperar. Adyacente Posible, 2024. ↩︎
- Becker, Ernest. Escape from Evil. New York: Free Press, 1975. ↩︎
- In The Denial of Death I argued that man’s innate and all-encompassing fear of death drives him to attempt to transcend death through culturally standardized hero systems and symbols. In this book I attempt to show that man’s natural and inevitable urge to deny mortality and achieve a heroic self-image are the root causes of human evil. (Op. cit. 12) ↩︎
- it goes without saying that this is a large project for one mind (…) As in most of my other work, I have reached far beyond my competence and h ave probably secured for good a reputation for flamboyant gestures.(Op. cit. 12) ↩︎
- Mi reputación saltó por la borda cuando decidí que había llegado el momento de publicar ciencia ficción. ↩︎

Jariego, Francisco J. “El gusano en el sótano.” Adyacente posible, 15 junio 2025. https://adyacenteposible.com/2025/06/15/el-gusano-en-el-sotano/.

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