¿Eres un Eichmann?

La banalidad del mal, megamáquinas y burocracia.

En 1961, Hannah Arendt asistió al juicio de Adolf Eichmann, oficial del régimen nazi y obersturmbannführer de las SS durante la segunda guerra mundial y uno de los principales organizadores del Holocausto. A Arendt le llamó la atención el hecho de que Eichmann no fuera un monstruo amenazador. Media docena de psiquiatras lo certificaban. Los hechos que se juzgaban eran monstruosos, pero el responsable de perpetrarlos era un tipo bastante ordinario. Ni demoníaco ni monstruoso.

💬 A pesar de todos los esfuerzos de la acusación, todos pudieron ver que este hombre no era un “monstruo”. De hecho, era difícil no concluir que era un payaso.

Arendt se dio cuenta de que Eichmann desmontaba la idea de que los criminales nazis fueran unos psicópatas muy diferentes de la gente “normal”, y desató la controversia con su libro “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”.

La banalidad del mal no radica en que las acciones de Eichmann fueran en modo alguno ordinarias, sino en que estaban motivadas por una suerte de complacencia que no era en absoluto excepcional. Eichmann era una persona común y corriente que se defendía recurriendo a clichés en lugar de pensar por sí mismo, estaba motivado por la promoción profesional en lugar de la ideología y creía en el éxito personal, que consideraba el estándar de una «buena sociedad». Arendt no negaba que Eichmann fuera antisemita, ni que fuera responsable de sus acciones. Pero la realidad es que nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

💬 Él no era estúpido. Fue la pura inconsciencia -algo en modo alguno idéntico a la estupidez- lo que le predispuso a convertirse en uno de los mayores criminales de la época.

La visión tradicional del mal es atractiva porque exonera a las personas normales. Asumimos que el mal surge del odio, del orgullo fuera de lugar o de trastornos mentales, pero Arendt mostraba que nos equivocamos. La decencia y la maldad no son necesariamente excluyentes. De hecho, las mayores atrocidades requieren masas de gente «decente».

En nuestra era de burocracias y tecnocracias, la crueldad no es más que el resultado de personas normales, muy reales, que hacen lo que creen que es más pragmático. Como dijo el filósofo Bernard Williams1, “el mundo moderno… ha hecho del mal, como de tantas otras cosas, una empresa colectiva”.

En «El mito de la máquina» (The Myth of the Machine2) publicado en dos tomos en 1967 y 1970, Lewis Mumford recoge la imagen de Eichmman como engranaje esencial de la megamáquina.

💬 Los miembros dedicados de la megamáquina siguen siendo Eichmann: doblemente degradados porque no tienen conciencia de su propia degradación.

Y establece la correspondencia con otro concepto del momento, el hombre organización (supongo que hoy admitiremos también la mujer organización), popularizado por el bestseller de William White publicado en 1956.

💬 En todos los países hay ahora innumerables Eichmanns en las oficinas de las administraciones, en las grandes corporaciones comerciales, en las universidades, en los laboratorios, en las fuerzas armadas. Gente ordenada y obediente, lista para llevar a cabo cualquier fantasía sancionada oficialmente, por más deshumanizada y degradada que sea.

El hombre organización

El resultado más desastroso de la automatización, su producto final es el Hombre Automatizado u Hombre Organización, aquel que recibe todas sus órdenes del sistema, y que, como científico, ingeniero, experto, administrador o, finalmente, como consumidor e individuo, no puede concebir ninguna desviación del sistema, ni siquiera en interés de la eficiencia, y menos aún en aras de un modo de vida más inteligente, vívido, útil y humanamente gratificante.

Ni la megamaquina antigua ni la moderna, por automáticos que sean sus mecanismos y operaciones podrían haber llegado a existir sino a través de una invención humana deliberada. Desde la expresión más primitiva de conformidad tribal hasta la de la más alta autoridad política, el sistema en sí es una extensión del Hombre Organización, que es a la vez el creador y la criatura, el originador y la última víctima de la megamáquina.

El Hombre Organización puede definirse como esa parte de la personalidad humana cuyas potencialidades para la vida y el crecimiento han sido suprimidas con el fin último de controlar las energías fraccionarias y alimentarlas en un sistema colectivo mecánicamente ordenado. El Hombre Organización es el nexo que liga la megamáquina de la antigüedad y la moderna. Quizás por eso los funcionarios especializados, con su cohorte de esclavos, reclutas y súbditos —en resumen, controladores y controlados— han cambiado tan poco en los últimos cinco mil años.

En última instancia, el hombre organización no tiene otra razón de existir, más que como servomecanismo despersonalizado en la megamáquina. En esos términos, Adolph Eichmann, el exterminador obediente, que ejecutó la política de Hitler y las órdenes de Himmler con una fidelidad inquebrantable, debería ser aclamado como el «Héroe de nuestro tiempo».

Nuestro tiempo ha producido, por desgracia, muchos de esos héroes que han estado dispuestos a ejecutar a una distancia segura, con napalm o con bombas atómicas, con solo presionar un botón, lo que los exterminadores de Belsen y Auschwitz hicieron con métodos artesanales anticuados.

La era actual ha reinventado esta criatura ideal como el Robot.

La megamáquina

El concepto de megamáquina es central en la visión de Lewis Mumford de la relación del ser humano con la tecnología. La expresión megamáquina aparece citada cerca de 900 ocasiones en los dos volúmenes de el mito de la máquina. Con anterioridad, en “La primera megamáquina” (The First Megamachine3) publicado en 1966, Mumford hace una elocuente exposición del concepto.

Jose Clemente Orozco, Murals at Baker Library Reading room, Dartmouth College, Hanover NH; The Machine. La imagen que Lewis Mumford escoge para ilustrar «La segunda llegada de la megamáquina»

Hasta el siglo XIX, la historia fue en gran medida la crónica de las hazañas y fechorías de reyes, nobles y ejércitos, pero de manera sorprendente, el mayor y más duradero logro del rey pasó desapercibido. El ascenso y expansión de la realeza habría sido imposible sin la invención de la máquina humana. La máquina humana colectiva surge durante el mismo período que el primer uso industrial del cobre. Aunque la máquina militar fue probablemente anterior a la máquina de trabajo, es esta última la que alcanzó primero una incomparable perfección en su desempeño, no solo en la cantidad de trabajo realizado, sino también en la calidad.

La Gran Pirámide es uno de los ejemplos más colosales y perfectos del arte de la ingeniería de cualquier época o cultura. La pirámide adopta la forma de una tumba para contener el cuerpo embalsamado del faraón y asegurar su tránsito al más allá. Todo el trabajo de construcción se realizó sin más ayudas materiales que las “máquinas” elementales de la mecánica clásica: el plano inclinado y la palanca, pues aún no se había inventado ni la rueda ni la polea ni el tornillo. El producto final demuestra, sin embargo, que no se trataba sólo el trabajo de una máquina, sino de un instrumento de precisión.

La organización social se adelantó cinco mil años para crear la primera máquina de energía a gran escala: la fuerza de cien mil hombres, es decir, el equivalente, aproximadamente, a 10.000 caballos de potencia: una máquina compuesta por una multitud de partes uniformes pero intercambiables, funcionalmente diferenciadas y coordinadas con extraordinario rigor en un proceso organizado de manera centralizada. Cada parte comportándose como un componente mecánico de un todo insensible a cualquier impulso interno que pudiera interferir con el funcionamiento del mecanismo.

Los trabajadores que hicieron posible el diseño tenían también mentes de un nuevo orden. Estaban educados en la obediencia al pie de la letra, limitados en su respuesta a la palabra de mando que descendía del rey a través de una jerarquía, perdiendo durante el período de servicio cualquier rastro de autonomía e iniciativa; sin desviarse lo más mínimo de su servilismo absoluto al rendimiento. No cabe duda de que las máquinas que construyeron las pirámides eran auténticas máquinas.

Lo que ahora denominaríamos ciencia fue una parte integral del nuevo sistema de máquinas desde el principio. Aquella ciencia estaba inspirada en regularidades cósmicas, y floreció con el culto al sol: los libros de registros, el cronometraje, la observación de estrellas, la elaboración de calendarios. Ningún rey habría podido moverse con seguridad o eficacia sin el apoyo de un conocimiento superior tan organizado, de la misma manera que los dirigentes del Pentágono no pueden moverse hoy sin consultar a científicos, «teóricos de juegos» y computadoras.

Pero para armar una máquina colectiva compuesta únicamente por partes humanas, lo que resultaba absolutamente esencial era un engranaje de transmisión que garantizase que los comandos emitidos en la parte superior se transmitieran con rapidez y precisión a cada miembro de la unidad, un ejército de escribas, mensajeros, mayordomos, superintendentes, jefes de cuadrillas y ejecutivos mayores y menores, cuya existencia misma dependía de que se cumplieran las órdenes del rey o las de sus poderosos. ministros y generales, al pie de la letra. En otras palabras, una burocracia: un grupo de hombres capaces de transmitir y ejecutar una orden, con el detallismo ritualista de un sacerdote y la obediencia ciega de un soldado.

Los primeros documentos que atestiguan la existencia de la burocracia en la Era de las Pirámides muestran la división del trabajo y la especialización de funciones necesarias para una operación mecánica eficiente que, como ejecutora de la voluntad del soberano, controlaba las operaciones tanto de los militares como de la máquina del trabajo La especialización ocupacional era un paso necesario en el montaje de la máquina humana. La división del trabajo a gran escala en una sociedad industrial comienza en este punto.

Los textos muestran la instalación de un nuevo monstruo, la burocracia.

El monstruo de la burocracia

La burocracia es el tercer tipo de “máquina invisible” que coexistía con las máquinas militar y laboral, formando parte integral de la megamáquina. Estas máquinas humanas eran por naturaleza impersonales, si no deliberadamente deshumanizadas.

Con la potencia de la megamáquina, se amplían las dimensiones mismas del espacio y el tiempo. Las operaciones que con inmensa dificultad podían llevarse a cabo a lo largo de siglos pasaron a completarse en menos de una generación. El hábito de “pensar a lo grande” se introdujo con las primeras máquinas humanas:

La aportación económica más duradera del primer mito de la máquina fue la separación entre los que trabajaban y los que vivían ociosos del excedente extraído al trabajador al reducir su nivel de vida a la miseria. En ese mismo período en que se gestaba el mito de la máquina, los problemas de una economía de la abundancia se hicieron visibles por primera vez en el comportamiento y las fantasías de las clases dominantes.

La inagotable inutilidad de pirámides y rituales como evidencia de esta abundancia tampoco escaparon a la mirada de Keynes

💬 El Antiguo Egipto fue doblemente afortunado y sin duda a ello debe su legendaria riqueza, ya que poseía dos actividades, a saber, la construcción de pirámides y la búsqueda de metales preciosos, cuyos frutos, si bien no podían consumirse para satisfacer las necesidades humanas, no se degradaban con la abundancia. La Edad Media construyó catedrales y entonó cantos fúnebres. Dos pirámides, dos misas de difuntos, valen el doble que una sola; pero no así dos ferrocarriles de Londres a York. —John Maynard Keynes, Teoría general del empleo, el interés y el dinero

Pero con cada aumento de poder efectivo de las élites, surgen también del inconsciente impulsos extravagantemente sádicos y asesinos. La producción en masa y la destrucción en masa son los polos positivo y negativo del mito de la megamáquina.

El exterminio de seis millones de judíos e incontables millones de otras personas por parte de Hitler, igual que el exterminio por parte de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de América de 200.000 civiles en Tokio en una sola noche es consecuencia de la multiplicación de la capacidades de la megamáquina.

💬 Tales atrocidades son mucho más fáciles de lograr porque pueden ser conducidos desde centros de cohetes o desde aviones por Eichmanns obedientes que no oyen ni ven a sus víctimas torturadas.

La historia no cesa.

Con el aumento de sus capacidades y el humano todavía inserto de la megamáquina, la reflexión de Hannah Arendt es más pertinente que nunca.

Et tu, Eichmann?

¿Qué hacen hoy millones de personas obedientes ejecutando trabajos rutinarios que tendrán consecuencias a veces muy directas a corto plazo, y otras quizás mucho más difíciles de valorar en el largo plazo? ¿Cuántos Eichmann se agazapan detrás de la maquinaria, oprimiendo botones o firmando legajos que se traducen en innumerables formas de miseria?

Tras la derrota de Alemania en 1945, Adolf Eichmann fue capturado por las fuerzas estadounidenses, pero consiguió huir del campo de detenidos y volver a diluirse en el anonimato. La agencia de inteligencia de Israel confirmó su ubicación en Argentina en 1960, y un equipo de agentes del Mossad y Shin Bet capturó a Eichmann y lo llevó a Israel para ser juzgado por 15 cargos penales, incluidos crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y crímenes contra el pueblo judío. Eichmann fue declarado culpable de todos los cargos y ejecutado en la horca el 1 de junio de 1962.

Pero su ejecución en realidad no arregla nada. Su deletérea contribución a la historia ya había sido perpetrada. La cuestión que hemos de plantearnos es cómo poner freno o limitar la inagotable capacidad para generar horror de una megamáquina que no para de crecer. Cómo mantener a raya al monstruo de la burocracia.

A mi entender solo hay un camino. La destrucción del velo de irresponsabilidad que hace posible la burocracia, y la exigencia de una absoluta transparencia en la rendición de cuentas de los todos y cada uno de nosotros. La reivindicación de la persona, de la responsabilidad individual y la eliminación de todos los Eichmanns invisibles.

Hannah Arendt se opuso con firmeza a la idea de que circunstancias como el Holocausto puedan arrastrar a personas ordinarias a cometer crímenes horrendos. Yo estoy con ella. Eichmann seguía de manera voluntaria al Führerprinzip y la elección moral permanece incluso bajo el totalitarismo. La elección tiene consecuencias políticas incluso cuando el que elige carece de poder político:

💬 En condiciones de terror, la mayoría de las personas cumplirán, pero algunas no.

Para formar parte de un mecanismo, ha de ser exigible plena consciencia y responsabilidad sobre el proceso y sobre el producto final del mecanismo. Si la máquina de la que formas parte produce X, deberás rendir cuentas sobre X.

Tengo que ser muy escéptico sobre el pronóstico. Más bien tiendo a creer que, de manera casi inevitable, la megamáquina continuará su avance imparable y cada día será más poderosa e invisible, detrás del caldo de cultivo de las narrativas de los Netflix y los Metas en los que nos sumergimos cada día más. Así que lo que único que puedo hacer es lanzar el mensaje del náufrago al océano.

A quien pueda interesar:

Levanta la vista, observa lo que estás haciendo y pregúntate si tú también eres un pequeño Eichmann.

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(1) Stephen Miller, A note on the banality of evil

(2) Mumford, Lewis. The Myth of the Machine. [Vol. 1], Technics and Human Development, 1967 & [Vol. 2] Pentagon of Power, 1970.

(3) Mumford, Lewis. ‘The First Megamachine’. Diogenes 14, no. 55 (1966): 1–15.

Imagen destacada: Adolf Frank, SS-Obersturmbannführer, circa 1957. Es la imagen escogida para la portada de «The Mind of the Holocaust Perpetrator in Fiction and Nonfiction» de Erin McGlothlin

3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. moinelo dice:

    Lo veo todos los días: gente que mira para otro lado cuando delante de ello se está gestando el problema del que luego se quejará o huirá o pagara a alguien para evitarlo. O porque sabe o cree o porque no quiere ver que puede afectarle. Todos «queremos creer» que no nos va a pasar a nosotros. El resultado es un nihilismo militante que ignora de manera activa cualquier cosa que le haga pensar que «debe hacer algo». El sistema lo sabe y se aprovecha.

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